La invisibilidad de los alimentos con escamas es cada vez más preocupante si las políticas públicas no lo atienden. ¿Esto sería el reflejo de una inseguridad alimentaria? Gabriela Anaya Reyna elabora un análisis acerca de sostenibilidad para la oferta y consumo de pescados y mariscos.
Dejé de comer carne a los 11 años. Nunca me gustó y cada bocado me revolvía estómago y el corazón. Que finalmente se me permitiera ser la primera persona vegetariana en la familia fue tal liberación que, por espacio de 40 años, no ha habido aromas callejeros o compromisos sociales que me tienten a volver a comer carnes rojas o pollo. Mi única excepción es el consumo de pescado.
Empecé a comer pescado durante mi embarazo. El médico estaba preocupado por el desarrollo de mi hija y no tuve elementos suficientes para poner en tela de juicio sus recomendaciones. Hay muchas personas con dietas estrictamente vegetarianas y otras con conocimiento de bioacumulación de metales que podrían estar en desacuerdo con mi médico; pero eso ocurrió hace 20 años y en una ciudad costera en donde pescados y mariscos no son sólo comida, sino puntales de identidad. Mi hija es hoy una carnívora consumada y yo sigo comiendo pescado con cierta frecuencia. También dedico parte de mi vida laboral a la sostenibilidad de la pesca y la acuacultura.
Seguridad alimentaria y nutricional: el santo grial de hoy día
Mi historia y opciones alimentarias actuales están impregnadas de privilegios. Fuera de mi burbuja, la malnutrición sigue siendo un problema vinculado a la pobreza. A nivel mundial, la mala nutrición es una de las causas principales de muerte en niños menores de cinco años y una de cada tres mujeres en edad reproductiva padece anemia. De acuerdo a datos del PNUD, el número de personas en 2017 con desnutrición alcanzó los 821 millones de personas; es decir, un 11% de la población mundial. No he visto los datos del 2020, pero imagino que podrían haber aumentado por efecto de la crisis de salud y económica resultado de la pandemia. En palabras del periódico El País “los efectos de la covid-19 están aumentando el hambre, y los conflictos y los desastres naturales continúan impulsando la inseguridad alimentaria. Pero callamos.”
La seguridad alimentaria y la nutrición son temas prioritarios en la agenda política mundial y forman parte del Objetivo 2 de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), “acabar con el hambre, lograr la seguridad alimentaria y mejorar la nutrición.” La visión es irrefutable, pero el camino para alcanzarla está empedrado con preguntas y presenta baches económicos, técnicos, políticos y conductuales diversos. No se trata sólo de aumentar la producción de alimentos y el acceso de todas las personas a ellos. Se trata también de que los alimentos tengan valor nutrimental y se produzcan de manera sostenible, como mínimo, o regenerativa,[1] idealmente. También implica que la producción, transformación y comercialización de los alimentos fomente la inclusión social y el desarrollo económico de poblaciones vulnerables.
La comida no es sólo algo que llevamos a la boca, sino el producto y la expresión de conexiones que pueden sernos desconocidas y ajenas, incluyendo sus consecuencias en el planeta y en la vida de las personas. La producción de alimentos —nutricionales o no— puede tener un efecto de degradación de la naturaleza. Actualmente, en opinión de The Nature Conservancy, la agricultura es responsable de una cuarta parte de las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero, del 70% de la pérdida del agua dulce y del 80% de la pérdida de hábitats. Todo esto sin hacer el recuento de la inequidad social y riesgos a la salud que se generan como parte de la estructura de los sistemas alimentarios.
¿Cómo lograremos llegar a un mundo en que las personas podamos satisfacer nuestras necesidades alimenticias de manera saludable, accesible y asequible, al tiempo que generamos economías más justas y reducimos los impactos en el planeta? Parte de la solución estará en el medio acuático.
Comer bien también requiere agallas
Una de las lecciones que nos ha enseñado la pandemia es la importancia de la salud preventiva.[2] Lo que comemos determina, en parte, nuestra respuesta inmunológica y función cerebral, entre otros aspectos de la dinámica no lineal de la fisiología humana. Tener una educación alimentaria y comer bien puede ser un proceso confuso. Es difícil discernir entre información que proviene la ciencia relacionada con la salud, de aquella posicionada por la mercadotecnia y tendencias. No espero que quienes lean estas palabras las asuman como prescripción médica, sino como invitación a investigar. Yo he tenido que hacerlo para incluir pescados y mariscos en mi alimentación y para ser parte de procesos que promueven la buena gestión de la actividad.
Los pescados y mariscos tienen una variedad de beneficios nutricionales que justifican su inclusión como parte de una dieta saludable.[3] Son una fuente concentrada de nutrientes que incluyen vitaminas, minerales, ácidos grasos esenciales y proteínas de alta calidad. Sus efectos en la salud están bien documentados e incluyen protección contra enfermedades crónicas y que favorecen el crecimiento y el desarrollo infantil.[4] Otras personas expertas y movimientos, como las iniciativas SUN (Movimiento para el fomento de la nutrición), enfatizan la importancia del pescado como fuente de grasas esenciales para el desarrollo del cerebro y la cognición, así como la importancia de los alimentos del medio acuático como fuente de los micronutrientes necesarios para llevar una dieta saludable. De acuerdo a SUN, los peces pequeños que se consumen enteros (como las sardinas), pueden ser una buena fuente de minerales esenciales como el yodo, el selenio, el zinc, el hierro, el calcio, el fósforo, el potasio y vitaminas como las A, D y B25.
El otro lado de la moneda del consumo de pescados y mariscos es la posible presencia de metales pesados. Estos metales se encuentran disueltos en el agua como resultado de descargas industriales (muchas de ellas ocurridas en el pasado) y se acumulan en pescados y mariscos. Algunos de los metales, como es el caso de los bifenilos policronidados (PCB), están asociados con un rango de efectos negativos en la salud.[5] Otra preocupación es la acumulación de mercurio que, aunque también se presenta en otros alimentos, como los vegetales, parece concentrarse en mayor medida en pescados y mariscos.
El balance entre estos y otros beneficios y riesgos para la salud parece ser positivo e invita a incluir un consumo moderado de pescados y mariscos como parte de una dieta saludable.
El papel de los pescados y mariscos en los sistemas alimentarios
A pesar de su valor nutrimental, los alimentos del mar y de otros medios acuáticos no son protagonistas aún de la alimentación en México. Esto se observa en su consumo, percepciones, narrativas y políticas públicas en el país.
En la mayor parte de México, los pescados y mariscos son sólo parte de la escenografía tropicalísima de un coctel de fin de semana o del menú de placeres vacacionales. Son comida de excepción más que hábito alimentario y eso se refleja en el consumo nacional. Aunque en los últimos 15 años el consumo per cápita de pescados y mariscos pasó de 8 a 13 kilos al año, aún se encuentra abajo del promedio mundial anual, de aproximadamente 20 kg.
El invisible pero tangible mundo de la percepción apunta también a una relativa invisibilidad de los alimentos con escamas. Hace poco tuve la oportunidad de ver las obras ganadoras de la segunda edición del concurso “Somos lo que comemos: entre azul y verde,” organizado por la Comisión para el Conocimiento y Uso de la Biodiversidad (CONABIO). El concurso invitó a niñas, niños y adolescentes entre 6 y 17 años a expresar, mediante una pintura o dibujo, sus ideas acerca de cómo mejorar su salud y la de la naturaleza a través de la alimentación. Las obras ganadoras son bellísimas y, en mi opinión, un reflejo del conocimiento, hábitos y percepción nacional. Ninguna, de las doce obras ganadoras en las cuatro categorías de edad incluyó pescados y mariscos en la descripción visual de la alimentación sana.
En el ámbito de las políticas públicas y compromisos internacionales, la situación no es diferente. El Objetivo 2 (Hambre Cero) de la Agenda 2030 del Gobierno de México no menciona a la pesca y acuacultura como parte de la estrategia para poner fin al hambre, lograr la seguridad alimentaria y mejorar la nutrición en el país. Sólo el ODS 14 (Vida Submarina) las mencionan. La desconexión del sector de la pesca y acuacultura en el enfoques más amplio de sistemas alimentarios en México no es casual. Un artículo reciente de un grupo destacado de personas dedicadas a la investigación de las pesquerías (Recognizing fish as food in policy discourse and development funding) ofrece una introspección útil para comprenderlo.
En la perspectiva del grupo antes mencionado, el enmarcar a pescados y mariscos como recursos naturales en las políticas públicas enfatiza objetivos de desarrollo económico y de conservación de la biodiversidad. Por el contrario, situarlos en la perspectiva de sistemas alimentarios, podría favorecer políticas e inversiones innovadoras que promuevan una pesca y acuacultura que abonen a las metas nutricionales, así como una producción socialmente equitativa. Lo anterior no es un tema de forma, sino de fondo. Subestimar la aportación de pescados y mariscos a las estrategias para la seguridad alimentaria de México propicia que se desestime la importancia de mejorar la gobernanza, responsabilidad y sostenibilidad del sector.
¿Cornucopia o aspiradora acuática?
No hay forma de decirlo que no sea de manera directa. Aunque México tiene una producción alta, avances en la sostenibilidad pesquera y compromisos internacionales de avanzada, el camino hacia una pesca libre de culpa social y ambiental es aun largo. Si una persona decide incluir nutritivos pescados y mariscos en su dieta, es altamente probable que lo que come tenga una o varias de las siguientes características: que no sea la especie que pidió, que haya sido capturada de manera ilegal, que las o los productores hayan recibido una fracción del precio final, que el producto venga de Asia, que se esté pagando agua a precio de proteína y que lo que se tenga en el plato haya sido producido o capturado a costa de numerosas otras especies que fueron descartadas como basura. También es probable que la contribución de la mujer al producto final que tenemos enfrente haya sido invisibilizada y mal remunerada.
No todo es negro. De acuerdo con el Consejo Mexicano de Promoción de la Pesca (COMEPESCA), hay aproximadamente 42 pesquerías mexicanas que trabajan por generar una producción o pesca sostenible. Algunas de las especies incluidas en el mapa no están libres de controversia, pero lo central es la tendencia y trabajo, muchas veces a contracorriente, atrás de estos esfuerzos. Cada vez hay también un mayor número de intermediarios que integran la sostenibilidad ambiental, responsabilidad social, legalidad y trazabilidad en sus operaciones de compra-venta de productos pesqueros. Lo mismo ocurre con restaurantes, hoteles y supermercados que desarrollan e implementan políticas de compra de pescados y mariscos avalados como sostenibles.
¿Es suficiente la oferta de pescados y mariscos ambientalmente sostenible y socialmente responsables para satisfacer la demanda creciente por este tipo de productos y que el sector participe, de manera responsable, en la seguridad alimentaria de México? La respuesta es aún no.
Muchas personas expertas afirman que, en el futuro, la mayor parte de la producción de proteínas vendrá de la acuacultura, más que de la pesca. Y todo indica que así será. Ya desde el 2014, la acuacultura superó el volumen de la producción de la actividad pesquera tanto a nivel mundial como nacional. En los últimos cinco años se han multiplicado los apoyos para el sector acuícola y se ha diversificado el número de especies de cultivo en México.[6] Esta tendencia se mantiene en esta Administración Pública Federal; dos de los cuatro proyectos prioritarios que se incluyen en el Programa Nacional de Pesca y Acuacultura 2020-2024 son acuícolas y se enmarcan en la narrativa de la autosuficiencia alimentaria nacional:
La pregunta no es si la acuacultura va a crecer o no, sino cómo gestionaremos su desarrollo. Lograr una gestión adecuada y sostenible de esta actividad involucrará varias vertientes que no será posible atender sin una estrategia y política integral. En este caso, la palabra integral no es adjetivo baladí o argot técnico. Debe ser integral porque a la mezcla de sectores implicados (pesquero, ambiental, económico, salud, energía y social, como mínimo), se suma la complejidad de que están involucrados también los tres órdenes de gobierno.
Hacer de la acuacultura una estrategia de desarrollo rural —como busca México— implicará una serie de retos de gobernanza, ambientales, organizativos, sociales y técnicos que no pueden ser subestimados. Otra lección que nos ha enseñado COVID-19 es que el sector de la pesca ribereña (de pequeña escala) precisa de fortalecer sus capacidades organizativas y de comercialización, así como contar con mayor infraestructura que permita agregar valor a sus productos. No obstante que se trata de un sector con años de experiencia en sus estructuras de organización y participación, los meses de pandemia pusieron al descubierto sus áreas de vulnerabilidad. ¿Cómo acortamos, como país, la curva de aprendizaje de las personas en zonas rurales que podrían involucrarse en la actividad acuícola? ¿Cómo logramos el tipo de integralidad de gestión que se requiere? ¿Cómo evitamos llenar el país de tanques y cercos con productos de bajo valor de mercado y que generen conflicto e inequidad? No tengo las respuestas, pero es una agenda de trabajo en la que hay que empezar a avanzar.
¿Qué va a ser?
A veces, mi tendencia al vegetarianismo entra en conflicto con mi trabajo por la sostenibilidad pesquera. Gestionar este conflicto me obliga a pasar del pensamiento micro (yo, mi cuerpo y el mercadito orgánico de la esquina) al macro (la cuantiosa humanidad, la seguridad alimentaria y el planeta). Lo primero es fácil y está en mis manos. Lo segundo obliga a olvidar posturas radicales y a encontrar soluciones que, aunque imperfectas, nos acerquen al día en que hambre cero y salud de la naturaleza no sean objetivos en páginas diferentes de una agenda desconocida para el 99% de las personas, sino una realidad al alcance de todos los bolsillos.
El consumo de pescados y mariscos va en aumento y hay razones suficientes para afirmar que el sector pesquero y acuícola será parte importante de la fórmula para lograr la seguridad alimentaria y nutricional de México y el mundo. Este futuro puede ser una ampliación distópica de los efectos negativos que ambas actividades tienen en el ambiente y en la inequidad social o, bien, uno en el que nos tomemos con seriedad su gestión y efectos ¿Qué va a ser? EP
Fuente: https://estepais.com/ambiente/comer-animales/tres-tacos-de-pescado-con-salsa-y-sin-culpa-por-favor/